Alcaicería y Baños Árabes de El Bañuelo
Recorrer las estrechas calles de la Alcaicería o sumergirse en la intimidad y la luz tamizada del hamman de El Bañuelo suponen un viaje a la esencia andalusí de Granada, una fascinante inmersión en dos de los centros neurálgicos de su vida social y de la manera de hacer negocios.
El Bañuelo es el hamam o casa de baños árabe más antigua y mejor conservada de Andalucía. Abrió sus puertas en el siglo XI, aún antes que la emblemática Alhambra, lo que la convierte en una de las obras más antiguas de la arquitectura andalusí en la península ibérica.
Construido en la época del rey zirí Badis y costeado por su visir, el judío, filósofo y poeta Samuel Ibn Nagrela, El Bañuelo logró sobrevivir a la conquista de los Reyes Católicos y a las nuevas formas culturales impuestas. Algo realmente sorprendente, ya que con la llegada de los cristianos los hamanes fueron condenados al desprecio por ser considerados como lugares de dudosa moralidad. Muchos fueron destruidos o reconvertidos, pero El Bañuelo fue destinado a lavadero público, lo que supuso su salvación. Hoy día se encuentra debajo de una casa particular en la carrera del Darro, desde donde, a pesar de su falta de visibilidad, es posible escuchar el rumor del agua que imperaba hace siglos entre sus paredes.
Merece la pena visitarlo y dejarse embriagar por lo sentidos. Tras dejar atrás la pequeña alberca, tenemos acceso al área principal de los baños, dividida en sala fría, templada y caliente. Arcos de herradura y capiteles con motivos romanos, visigodos y califales se suceden conformando un espacio donde hoy habita el silencio y la luz, que se cuela por los vanos estrellados de las bóvedas.
Los baños árabes, heredados por los pueblos del Mediterráneo de las termas romanas, eran mucho más que un lugar para la higiene. Un mundo que gira en torno al agua y al valor espiritual y purificador que el islam le confiere. Por otra parte, posee un importante componente social, pues los ciudadanos acudían regularmente a lavarse, recibir masajes o relajarse. Un lugar así, también era propicio para dialogar o cerrar negocios comerciales, como los que se protagonizaban en la cercana Alcaicería, mercado que aún conserva calles repletas de tiendas en las que perderse y practicar el regateo, esencia de cualquier zoco mediterráneo.
El crisol de colores, el olor a incienso y especias, la infinidad de piezas artesanas y el bullicio son un constante estímulo para los sentidos y un reclamo extraordinario. La actual Alcaicería es una pequeña parte de la original, que quedó destruida en 1843 por un terrible incendio, pero aún conserva sus esencias. Se respira el trasiego propio de los mercados andalusíes, en donde los segundos se suceden vibrantes, mucho más rápido que fuera de su área de influencia.
Como dato curioso, el nombre Alcaicería tiene su origen en el árabe al-Kaysar-ia, que quiere decir "el lugar de César", en agradecimiento al emperador bizantino Justiniano que, en el siglo VI, les otorgó el derecho exclusivo de fabricar y vender seda. Precisamente, el comercio de tan lujosa mercadería hizo del lugar una ciudadela próspera, protegida y vigilada, donde cada noche se cerraban las nueve puertas que daban acceso al zoco para impedir el paso.
En el siglo XVI contenía cerca de 200 tiendas y, aunque su tamaño ha disminuido, en la actualidad sigue siendo imprescindible perderse en el entramado de sus estrechuras, situadas entre la calle Reyes Católicos, La Catedral, la Gran Vía y la plaza Bib-Rambla. Entre sus muchas mercaderías —artesanías, joyas, taraceas, alfarería y sus variopintos recuerdos—, no solo encontrarás el regalo perfecto, también te llevarás un trocito de la ciudad y un poquito de la esencia mercantil andalusí.